Cinco mil años atrás la humanidad perdió el rumbo en Babilonia, el
Irak de hoy. Esta desviación nos está conduciendo hoy día a un caos. ¿Quién es
el responsable?
Todos nosotros conocemos este sentimiento que brota cuando
despertamos una mañana pensando que debe haber algo más en la vida que lo que
tenemos. Pero, ¿realmente sabemos lo que queremos? ¿Podemos enumerar lo que nos
brinda satisfacción y plenitud? Esta misma interrogante estaba presente en gran
parte de la población en la antigua Babilonia y la acumulación de este
descontento desencadenó en un cambio crítico en la evolución global de la
humanidad.
Todo comenzó en Babel, la vibrante capital de Mesopotamia, hace
unos cinco mil años. En ese entonces, era el crisol de una serie de creencias y
enseñanzas. Como en la actual cuidad de Nueva York, o en el Paris del siglo
XIX, el ambiente que prevalecía era el de “todo se vale”. Y por lo tanto, todas
las decisiones desenfocadas de esa antigua civilización, el atormentado Irak de
hoy que fue alguna vez la cuna de la civilización humana, originaron el “Big
Bang cultural” precursor de la actual crisis global.
Previamente, todos los habitantes de Babilonia tenían “un solo lenguaje y un solo idioma” (Génesis, 11:1). Pero su creciente
disgusto los condujo por dos caminos diferentes: uno la búsqueda del placer,
investigar el mundo para descubrir los placeres inherentes; el otro, formular
interrogantes, cuyos seguidores deseaban descubrir el por qué del sufrimiento y
de la búsqueda del placer, y cuestionaban: ¿Quién
hace todo esto?
Los adeptos a la “búsqueda del placer” empezaron por inventar,
innovar y avanzar. Idearon proyectos para acelerar su progreso, desarrollando lenguajes,
buscando nuevas fuentes de placer. No obstante, dado que tenían diversos
deseos, se fueron dividiendo y eventualmente se alejaron completamente.
El Big Bang cultural era ya hecho. Y cuanto más se apartaban las
personas entre sí, más iban diversificando su manera de buscar placer. Algunas
adoraban las fuerzas de la naturaleza, con la esperanza que éstas cumplieran
sus caprichos. Otras creían en una fuerza única, de la que esperaban recibir lo
anhelado y alcanzar la felicidad. Y había quienes hablaban de la necesidad de
dejar desear, completamente.
Con el tiempo, estos conceptos dieron lugar a las diferentes
culturas. Debido a que cada una estimaba que sus ideas eran las más
beneficiosas, todo aquel que no estaba de acuerdo se convertía automáticamente
en enemigo, una amenaza a las expectativas de placer y complacencia.
Después de muchos siglos de batallas y peleas, las personas
empezaron a darse cuenta que sus creencias no las conducían a la felicidad, y
esta es la esencia de la crisis global actual. Nosotros, toda la humanidad, ya
sabemos que no hay nada que podamos hacer para garantizar nuestra felicidad o
seguridad personal, ni la de nuestros hijos. Por esta razón, la enfermedad con
más incidencia en el mundo occidental es la depresión; el resultado directo de
esta desilusión.
Pero hace cinco mil años, cuando la búsqueda de placer apenas
comenzaba, su antídoto apareció también. Entre aquellos que habían elegido el
camino de las interrogantes vivía un joven que se llamaba Abraham. Su padre era
fabricante de ídolos y Abraham, aunque siguió las huellas de su padre,
produciéndolos y vendiéndolos, nunca pudo realmente comprender cuál era el caso
de orar a estos ídolos que él sabía con certeza no tenían valor alguno, ya que
él mismo los moldeaba.
Las preguntas y las dudas no lo abandonaban, hasta que un buen día
se detuvo y se preguntó: "¿Es
que el mundo no tiene un amo? El Señor lo miró y le dijo: Yo soy el amo del
mundo” (Bereshit Raba, 39:1).
A partir de entonces, Abraham cambió su nombre y se convirtió en
Abraham, el Patriarca, precursor de una nueva línea de pensamiento que no
exalta el placer en sí mismo, sino, la relación con el que lo proporciona.
Abraham explicó que para recibir placer es necesario conocer la ley universal
que gobierna toda la naturaleza, asemejarse a ella, y así, automáticamente,
todos los placeres del universo serían nuestros. El problema, agregó, no es que
queremos disfrutar, sino que no
queremos saber de dónde proviene el placer.
Abraham desarrolló, por consiguiente, un método de enseñanza para
alcanzar está relación con el otorgante mediante la semejanza con Él. Enseñó
que Él no es un ser, sino, un principio según el cual todo funciona, el
principio de otorgamiento. Abraham dedicó su vida a la difusión de este método,
la clave para ser feliz en la vida.
Desde entonces, los sabios han estado desarrollando el método de
Abraham, dándole diferentes nombres en diversas épocas, pero conservando su
esencia. El gran cabalista del siglo XVI, el Rabino Haim Vital escribió que a
través de todas las generaciones la enseñanza ha sido siempre la misma, pero su
esencia es la Sabiduría de la Cabalá, la sabiduría de recibir (el placer).
Actualmente, cada vez más personas sienten que les falta un
elemento clave en su vida, y se preguntan por qué no pueden ser felices. A
ellas la Cabalá les ofrece una respuesta genuina y válida que ha esperado ser
descubierta durante milenios, y hoy en día está a disposición de todos para
beneficiarnos de ella.
Su utilización puede reunir las culturas divididas, curar la enajenación y aprovechar las dotes individuales para el bien de toda la humanidad. Es este el elemento faltante, el adhesivo que puede hacer posible un único lenguaje, un solo pensamiento, a pesar de los siglos de animosidad, para que nunca más volvamos a separarnos.
(La Voz de la Cabalá)
0 comentarios:
Publicar un comentario